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Gabriel Santamarina

Periodista

ODA AL
FÚTBOL MODERNO

E
xiste una corriente muy extendida de crítica hacia el fútbol moderno. Cada vez hay más gente que aboga por el regreso de un fútbol que, desde su punto de vista, está más próximo al ámbito local y guarda una esencia que, lo más seguro, ni la mayoría de sus defensores conocieron. En sentido general, muchos hablan de la caída del Muro de Berlín como el último gran símbolo de cambio, puesto que supone el asentamiento de la democracia en Occidente y el inicio de una época de bonanza —al menos, en buena parte del Viejo Continente—. En sentido futbolístico, algunos hablan de la Ley Bosman como la causa principal que transforma este deporte, abriendo aún más sus fronteras y llevándolo a una nueva dimensión.

A principios del siglo XXI, el fútbol se convierte en un elemento global, difuminando su esencia, pero también reforzándose como nexo social. ¿Qué es el fútbol sino la competición de dos pueblos en una cancha? De aquí surge otra pregunta: ¿qué más dará que en un enfrentamiento ambos equipos sean de la Britania profunda o uno de Paraguay y el otro de Macedonia?
Personalmente, al fútbol moderno se lo debo todo. Por gracia o por desgracia, abandoné mi casa, mi ciudad y, en definitiva, mi hogar en el inicio de la adolescencia. Yo, como vigués, nunca había optado por la corriente de «support your local team». Siempre que había ido al Estadio de Balaídos era para aplaudir aquella magia que desprendían Ronaldinho, Eto’o y Messi en el Barça de Rijkaard. Mi primer acercamiento a lo que ahora es mi templo fue un derbi gallego entre el Celta de Vigo y el Deportivo de La Coruña, con un abono que me regalaba mi equipo de fútbol, el Alerta, para intentar llenar el estadio cuando los celtistas militábamos en Segunda División. Y lo peor es que nunca llegué a entrar porque al ser día del club esos abonos no funcionaban, por lo que acabé viendo el partido en un bar al lado de casa. Si no recuerdo mal, perdimos 0-2, aunque lo que sí recuerdo fue que me fastidió bastante.
Lo siguiente que sé es que me fui de mi ciudad rumbo a Madrid y que en ese momento el Celta se convirtió en mi identidad, en mi forma de conectar con la que había sido mi casa y ahora tenía a 600 kilómetros. Así empecé a valorar lo que era ser de un club que, si bien no ganaba títulos, me daba experiencias brutales. Era mi forma de diferenciarme de esa lucha de egos entre vikingos y colchoneros. Hice del Celta la bandera de Vigo, de Galicia y de mí mismo.

Soy afortunado por vivir una de las mejores épocas en la historia del Celta. La viví lejos, pero la viví. Sufrimos para amarrar una permanencia en una temporada en la que solo teníamos un 4,01 % de probabilidades de salvarnos. Luis Enrique llegó a nuestro banquillo y en apenas un año nos abandonó por el que había sido el equipo de mi niñez. Sin embargo, esto permitió la llegada de Eduardo Berizzo. Nuestro amigo Eduardo nos lo dio todo y se lo llevó el día que se fue «entre lágrimas» tras no llegar a un acuerdo de renovación. A partir de entonces, varamos por un lugar cercano al inmenso mar de la Segunda División esperando que llegue una especie de Muelle de San Blas que nos ilumine.

Me permitirán extenderme un poco más para hablar de Iago Aspas, el ejemplo de que la parábola del hijo pródigo escrita en el Nuevo Testamento cerca del siglo I sigue vigente en el XXI. Iago siente el Celta hasta la hipérbole, y no creo que descubra nada al decirlo. Después de su aventura primero en Liverpool y luego en Sevilla, el delantero desechó jugar en algunos de los clubes más punteros del continente para ofrecer todo su fútbol en su tierra. Aspas es más del Celta que cualquiera y, si no me creen, recuerden la imagen del moañés con los brazos en jarra y la cabeza alta corrida por un mar de lágrimas tras el pitido final en la fatídica noche europea de Old Trafford. Aquella imagen representará al Celta durante la eternidad.
En una pieza publicada hace unos años en Rondo —a quienes agradezco haberme enseñado tanto, especialmente a José Gordillo—, escribí como conclusión un párrafo que decía: «No todos los jugadores criados en Vigo abandonaron pronto el equipo, pues muchos se quedaron. Hugo Mallo, Sergio Álvarez, Jonny Otto o Rubén Blanco serían algunos de los supervivientes, además del mismo Iago Aspas, que acabaría regresando al club de sus amores. Ese puñado de futbolistas formaría parte de una de las mejores generaciones en la historia del Celta, que bajo la batuta de Eduardo Berizzo llevaría a un equipo modesto y sin apenas presupuesto a las puertas de una final europea en la temporada 2016/17. Aquel solo era el resultado de dos décadas invirtiendo en fútbol de barro». Y es que, al igual que yo, y por una razón o por otra, muchos emblemas vigueses tuvieron que emigrar. El regreso de la mayoría de ellos demostró que su marcha no hizo más que elevar la morriña por la tan odiada y a la vez amada Casa Celta.

En resumen, el fútbol moderno ha permitido que muchas personas huérfanas de su hogar pudiesen reencontrarse con su tierra durante noventa minutos. A mí me devolvió a las gaviotas, la lluvia y el horrendo barrio obrero de Balaídos. Desde el momento en el que pisé Madrid, he recorrido estadios defendiendo unos colores que nunca había sentido tan profundamente mientras vivía en Vigo: Municipal de Butarque, Coliseum Alfonso Pérez, Santiago Bernabéu y el extinto Vicente Calderón. Sorprendente y surrealista.

Para terminar, me gustaría acercarme al celtismo con una línea que añadí en aquel primer reportaje para esta revista: «El Celta no tendrá títulos porque vive de noches gloriosas». Y así vamos acercándonos al centenario del club con la esperanza de que en un futuro próximo se cumpla la profecía de Berizzo. «Algún día golpearemos la puerta tan fuerte que caerá», aseguró el argentino en 2017, convertido ya en leyenda celeste. Y hasta que esa puerta caiga nos quedará la Copa Intertoto y varias finales fallidas de Copa del Rey. Gracias por darme tanto, Celta, y perdón por darte tan poco en aquellos primeros años. Cada domingo me armaré de afouteza e corazón para seguir defendiendo esta bandera allá donde esté.